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El hidalgo y el marino

La oxidada silueta de un flaco hidalgo se recuesta, maltrecha, en la sombra que proyecta un molino de viento sobre el ocre manchego. Sus aspas, abrazando la débil brisa que las acaricia, se mueven lentamente al son rítmico de la madera cuando cruje. “Ya no emulan la furia de gigantes”, piensa la delgada figura mientras cierra los ojos, dejándose adormecer por el calor y el familiar sonido del molino. Trata, acaso, de olvidar la memoria de su infructuosa cabalgada.


La brisa sopla en su tez, enjuta como el paisaje que la rodea. Trae consigo el tintineo de la oveja que pasta tranquila en el llano; el mudo soliloquio del pastor con su fiel perro. Pero, en aquellas tierras secas, como en todos los paisajes sin horizonte, el viento también se envuelve con el misterio de los enigmas invisibles. El caprichoso Eolo rechaza allí seguir obedientemente los dictados del tiempo y del espacio. Ocultos en los pliegos de sus ráfagas, el dios soberbio cuenta historias que ya fueron, otras que vendrán, y sí, algunas que nunca sucedieron. Pues es sabido de los dioses antiguos que aman las lecciones disfrazadas de relatos.


Pronto éstos toman forma en los espacios de la viva mente del hidalgo ya dormido.


El susurro se convierte en espuma de una ola que choca contra el casco de una nave griega. En la proa, el capitán fija una mirada astuta y cansada en el azul del cielo, ajeno a los mundanos trajines de remos y gritos que se suceden a su espalda. Son muchos los que cantan odas al índigo del Mediterráneo, pero el hombre observador sabe que los éxitos de imperios se deciden no en el mar que se atraviesa sino en la vela henchida por el viento. Paga ahora el precio de que sus hombres, rompiendo las condiciones que aquél les impuso para llevarles de vuelta a casa, hubieran olvidado la máxima infalible.


"También yo fui víctima de un espejismo causado por el viento", piensa, esbozando una sonrisa amarga, al ver la figura de un hidalgo manchego sugerida en el lienzo de la vela. "Llegué a ver las playas de mi querida Ítaca, antes de que la insensatez de mis marinos enfadara al viejo dios y le llevara a cambiar su otrora certero soplido, imponiendo como condena años de azaroso vagar a su merced por el Mediterráneo".


El marino piensa en Troya, la ciudad que ayudó a destruir con sus argucias. ¿Habrán sucumbido ya sus murallas a la ventisca destructora del olvido, descompuestas las almenas por sus ráfagas, sepultadas en el desierto sus calles? ¿Cuántos reinos habitarán de esta forma en el mundo del mito, cuántas historias escritas en la piedra habrán sido borradas, cuántas solemnes columnas reducidas a polvo por la erosión incesante del viento, ese heraldo implacable del tiempo? ¿Será también él engullido por el torbellino, reducido a ser uno más de tantos que transitaron con sueños de eternidad en ese mar milenario?


Ulises sonríe, pues comprende. Comprende con esa sabiduría de un hombre que ha estado en el fin del mundo.


Comprende que no es en realidad castigo ese peregrinar por los rincones del Mediterráneo al que se le somete. Es él quien, a través del relato que otros harán de sus aventuras por islas y costas ignotas, disipará las sombras de lo desconocido. Las criaturas antiguas que habitan más allá de los límites del conocimiento del hombre pronto desaparecerán con la llegada de aquéllos que, curiosos, emulen su camino.


Comprende que cuando contra civilizaciones se arroja el viento con paciente e irresistible furia, esa que todo lo desmorona, no lo hace para destruir, sino para crear. El polvo de la pirámide sirve para construir el templo; los restos de éste se extienden como calzada para ejércitos cuyas victorias dan paso a nuevas eras. El friso ya difuminado por el vendaval será interpretado mucho después, a través de las tinieblas de los siglos, por hombres en busca de respuestas; de esas lecturas imperfectas nacerán religiones.


Sabe —pues lo ha visto reflejado en la arena que la brisa levantaba en la playa donde conoció a Calipso— que un día el hombre domeñará al viento, que éste se desvelará en toda su fuerza elemental cuando cese de desplazar barcos y moler trigo para convertirse en el ímpetu que sostenga cientos de metrópolis de cristal y desplace a miríadas de almas a velocidades y sitios que ni la imaginación de un hombre como Ulises puede aprehender. Que iluminará la vieja Gaia de tal forma que su orbe azul brille como un faro desde la noche en la que moran las estrellas.


Y así, comienza también a comprender el hidalgo que sueña a Ulises.


Se le presenta ahora con lucidez reveladora que aquello contra lo que cargó bajo el sol de La Mancha no eran en efecto viejos molinos de piedra blanca, y que confundió con monstruos de largos brazos lo que en realidad eran premoniciones de un futuro que ha tenido el privilegio de contemplar pero que no le está permitido comprender. Un futuro de molinos convertidos en gigantes de metal que se elevan hasta las nubes y cuya razón de ser no es ya antagonizar a los hombres honestos sino ser sus escuderos.


Nuestro hidalgo despierta de golpe con la ronca interpelación de su fiel compañero, que le anima a levantarse y ponerse en marcha.


Don Quijote sonríe, aupándose no sin esfuerzo en su rocín flaco. Ya en el llano, echa una última mirada a los molinos, que se recortan cada vez más pequeños en la lejanía.


Tiene en sus ojos ese brillo de los valientes que sueñan despiertos.

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